Seguimos comentando la campaña de 1960. Ese año, mi querido Quilmes Atlético Club había empezado a mostrarse en su verdadero potencial. Luego de aquel partido hermoso que le ganamos 1 a 0 a Platense en su cancha de Pedraza y Crámer, vino a visitarnos a Guido y Sarmiento el buen equipo de Tigre.

El conjunto de Victoria contaba con excelentes jugadores que habían estado en grandes de la Primera A -Garibaldi y Villamor de San Lorenzo y Guastavino de River- y marchaba 2º en el campeonato. Nosotros, que habíamos remontado la adversidad de la primera rueda, estábamos ahí, muy cerquita, en el cuarto lugar.

Ese día -que formamos con Levi; Brescia y Doval; Sánchez, Nemiña y Nappe; yo, Carro, Villegas, Carreño y Figueroa- hicimos un buen partido. Ganábamos con gol de Hugo Carro, hasta que Domínguez, un hábil wing derecho, marcó el empate.

El campeonato estaba en su faz final y fuimos a la cancha de Sportivo Dock Sud, donde perdimos 3 a 1. En ese equipo del popular Doke jugaba un 2 que había surgido de Newell’s Old Boys, pasó varios años en el poderoso Boca Juniors y llegó a formar parte de la Selección Argentina.

Era nada más y nada menos que Juan Carlos Colman. Con él tuve una de esas anécdotas del fútbol que ocurren cuando se cruza gente experimentada con jóvenes jugadores, que todavía no están preparados para recibir la sobrecarga de los más viejos.

Se trató de una jugada de las que existen en todos los partidos: el Señor back internacional fue a cabecear una pelota y yo, con mi ímpetu y mis ganas, levanté la pierna derecha y rocé la frente del viejo crack de Boca. El referí cobró la falta, pero Colman lo ignoró y empezó a correrme para vengarse. Cuando lo vi venir hice un pique bien rápido y me puse detrás de nuestro DT. Era Don Pedro Rodríguez, un cordobés de San Francisco al que, no por nada, lo apodaban El Oso. Se le paró adelante y le dijo: “¿No le da vergüenza, tan grande y querer pegarle a un chico?”. El defensor agachó la cabeza y se fue a su puesto.

A partir de ahí, cada vez que recibía la pelota, Colman me corría como si fuera la ultima vez que jugaría al fútbol ¡menos mal que nunca me agarró! Yo era rápido y me desprendía del balón para que no pudiera golpearme. Fue una anécdota brava y la suerte es que me salvó Don Pedro, si no, el rosarino me mataba.

El ante último partido fue en Quilmes, contra Talleres de Remedios de Escalada, que si perdía descendía. Antes de empezar hubo problemas entre el público: habían arrojado volantes, porque decían que el QAC iba a entregar los puntos a su rival. Esto no ocurrió y logramos un resonante triunfo por 4 a 1. El primer gol fue mío, Pacheco metió dos y el último lo hizo Néstor Villegas. Remedios de Escalada finalmente bajó de categoría.

Ya terminando el torneo, nos tocó visitar a Los Andes, quien sería el campeón de 1960. El Mil Rayitas formó en su último partido en la B con un señor arquero como Goldbaum; Salas y Abril; Giaimo –oriundo de Quilmes, también jugó en River-, Romero y Diez; Baiocco, Migone, Pedutto, Reynoso y Farías.

Les arruinamos la fiesta. Jugamos un partidazo y en el primer tiempo nos fuimos al vestuario con una ventaja de 2 a 0. Los goles fueron dos poemas: el primero de Rulo Nemiña, la clavó al angúlo desde 40 metros, y el segundo fue mío, luego de una maravillosa jugada por izquierda del Negro Pacheco, que llegó al fondo y la tiró muy fuerte y a media altura hacia atrás. Yo venía a la carrera y, desde 25 metros, le pegué como venía. Tuve la suerte que la pelota se coló por el ángulo superior derecho, haciendo estéril el enorme esfuerzo de Goldbaum para sacarla. Sin dudas fue uno de mis mejores tantos.

En el segundo tiempo nos metieron en nuestro arco y, tanto fue el cántaro a la fuente, que nos terminaron empatando. Sin embargo, se trató de uno de los mejores partidos de Quilmes en el torneo, ya que el equipo campeón no lo pudo vencer en su campo y, además, se llevó un buen susto. Ese día jugamos de forma excelente y casi nos volvimos con la victoria.